Una de las cosas que más sorprendía a Ana era lo que el ser humano puede llegar a hacer con tal de no sentirse vació consigo mismo, con tal de encontrarle un verdadero rumbo a la vida y darle un sentido a la forma de vivirla.
Ya había escuchado hablar muchas veces de que se nace no por la casualidad, si no por que se debe cumplir una serie de cosas vanas que para ella no tenían razón de ser (bla bla bla) y todo eso que se decían en los libros y lo que le repetían cada vez que sus crisis existenciales aparecían…
Ana era un tanto escéptica, sus dudas iban más allá de lo que sus padres calificaban como normales. Vivía una vida fuera de los parámetros que la sociedad calificaba como ideales para ser feliz. Sus ideas revoloteaban por su cabeza cada vez que miraba un recorte de uno de sus autores favoritos: Sartre. Su parte favorita era la de sentarse todas las tardes en el sillón rojo que su abuela le había heredado antes de morir; e imaginar un mundo donde los sentimientos y las pasiones eran solo un requisito para pasar una clase. Un mundo al otro lado del mar donde llegaban barcos con gente intelectual, que solo gustaban de leer libros estilo Heidegger y esas cosas existenciales que tanto amaba.
Una tarde mientras dormitaba después de un largo trance en sus mundos de odiseas y gente sin sentimientos sintió que algo había cambiado en ella, algo que le daría la respuesta a las dudas que toda su vida le habían complicado su ser, algo que ni ella podía calificar como normal…
